Al cabo de una semana de siete días intensos y siete noches
tranquilas, Katia no había vuelto a mencionar el asunto del viejito. Su madre
se alegró enormemente. El poder de la sugestión, pensó.
La séptima noche vino personalmente al cuarto de Katia a
darle las buenas noches. La niña tenía un ejemplar de Hansel y Gretel en sus
manos.
-Hora de dormir hija
-Espera mami, solo quiero terminar este párrafo.
-De acuerdo.
La madre esperó pacientemente que la niña cerrara el libro,
lo tomó y lo dejó sobre la mesa de noche. Antes de apagar la luz de la pequeña
lámpara preguntó
-¿Te gusta ese cuento?
Katia la miró seriamente, en realidad se alegraba mucho de
poder compartir su pensar.
-No mucho. No comprendo cómo puede haber gente que engañe a
un niño para querer comérselo luego.
Su madre se quedó pensativa. Ciertamente los llamados
cuentos para niños la mayor parte de las veces solo muestran crueldad. Como era
posible criar niños mentalmente sanos matándolos de miedo mediante estas
historias tan implacables que revelan los instintos más bajos del ser humano.
-Tienes toda la razón, pero quiero que tengas muy claro que
son puras fantasías. Hay otros cuentos mejores y más bonitos, te los voy a
conseguir para que tengas lindos sueños después de leer.
Katia le regaló una sonrisa.
-Claro mami, para que me leas como cuando era chiquita.
-¿Quieres
decir que ahora eres grande?
Las dos rieron y la madre retiró el libro de las manos de su
hija. La besó en la frente y la tapó con las sabanas.
-Buenas noches, que duermas bien.
Apagó la luz y salió de la habitación, dejando la puerta
entreabierta. No acostumbraba a cerrarla hasta no cerciorarse que su hija ya
dormía profundamente.
Katia se quedó quieta un momento. Luego se sentó en la cama
y abrió el cajón de su mesita de noche. Allí estaba. Tomó la pequeña linterna de
baterías y la metió debajo de su almohada, como había estado haciendo cada noche
hacía una semana. Y cada noche cuando la despertaba el ruido de la puertecita encima del armario y veía la tenue luz verde
salir reflejada por las rendijas, Katia encendía rápidamente su linterna y la dirigía directamente hacia allí. Entonces escuchaba el chasquido de decepción y
los pasos de retirada, mientras veía la tenue luz verde extinguirse totalmente.
Esto lo repetía cada noche, alrededor de la una de la
madrugada. Naturalmente luego tardaba un poco en volver a dormir.
La tanda de noches en vela finalmente pasó factura. Esa
noche Katia no escuchó el ruido de la puerta encima del armario, ni notó la luz
verde, ni sintió al viejito caer pesadamente al suelo de su habitación. Esa
noche Katia dormía profundamente.
Una figura pequeña y pesada a la vez se acercó a la cama.
Quería observar el rostro de la niña dormida una vez más. Lástima que no
despertase para jugar con él. No le hubiese importado dejarse ver de ella. Era
una niña ordenada. Le gustaban los niños ordenados. Pero por alguna razón que no comprendía esta
niña tenía miedo de él. No la
molestaría, pero tenía algo que hacer y debía hacerlo de una vez. Ya había
esperado mucho. Esa luz intensa que la niña encendía nada más sentirlo llegar.
Cómo le molestaba. Menos mal que podía ver tan bien en la oscuridad.
Dirigió su mirada hacia la mesita de noche. Allí estaba el
cuento que la niña estaba leyendo horas antes. “Brujas” pensó. “Los humanos siempre transfieren la maldad hacia
aquellos seres cuya naturaleza no comprenden. Cuando la verdadera maldad la
albergan dentro de ellos… Bueno, no en todos. Esta niña es pura… todavía.”
Abrió la portada del libro, y con mucho cuidado colocó
encima la hoja de papel que traía en su bolsillo. Era un papel amarillento y
estaba doblado. Lo dejó allí y cerró el libro.
Antes de retirarse observó por última vez el rostro de Katia
dormida. Retrocedió unos pasos, y de un salto se colocó en la entrada del
pequeño armario de arriba. Giró lentamente y cerró la puerta. La luz verde
desapareció detrás de él.
El canto del gallo del patio trasero la despertó. Miró hacia
la ventana. Aún era muy temprano, apenas unos rayos de sol iluminaban su
cuarto. Pensó en su madre, seguramente aún dormía. Qué bien. Esperaría un rato
más en la cama hasta que su mamá viniera por ella como cada mañana cuando tenía
escuela. Cerró de nuevo los ojos, y fue entonces cuando supo.
Instintivamente haló la sábana hasta su barbilla y abrió
grandemente los ojos. Katia aspiró de nuevo para comprobar si no se equivocaba.
Era ese olor de nuevo… ese terrible olor.
(Continuará)
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